Las puertas se abren. El singular ruido del autobús hace que levante la vista. Nada nuevo, sólo dos ancianas hablando con tranquilidad. Vuelvo al móvil y me concentro en lo que hacía. La música entra por los auriculares. Siempre me ha ayudado a mantenerme en mi mundo. Noto que alguien me observa. Tuerzo la cabeza y… le veo. Parpadeo varias veces para comprobar que es real. Es él. Los mismos cinco tatuajes en el brazo. La misma cruz en el cuello. La misma mirada penetrante, el mismo piercing en la nariz y… Sí, también tiene la cicatriz. Esa enorme cicatriz que le cruza toda la mano. Giro de nuevo la cabeza y recapacito. Vale, estoy a pocos centímetros de él. La persona que me destrozó la vida. A mí y a mis seres queridos. O… Bueno, eso dijo el juez. Aunque en el fondo, yo sé que no fue así. Parte de la culpa fue mía. Mía y solo mía. Sin embargo, eso sólo lo sabemos nosotros dos. Apago el móvil y me cruzo de brazos. Está claro que me ha visto. Y, por supuesto, me ha reconocido, yo tampoco he cambiado mucho. Las trenzas, la falda y la culpa. La misma culpa que sentí aquel día. Aquel fatídico día. Cuesta creer que en octubre se cumplan ya cuatro años desde que pasó. Que, claro, coinciden con el tiempo que ha estado en la cárcel. Qué desastre. ¿Y ahora qué hago? Intento disimular mirando por la ventanilla y, de reojo, puedo ver cómo levanta una ceja. Mierda, sí que sabe quién soy. Joder, joder. Las dos ancianas de antes pasan junto a él y fruncen el ceño al ver los tatuajes que recorren su extremidad y el arito de metal que lleva puesto en la nariz.
Cuchichean algo mientras se sientan lo más alejadas que pueden. Las palabras «delincuente», «fugado» y «tipejo» se cuelan por mis oídos. Las comprendo. Les debe parecer un criminal. Tal y como les pareció a los policías y a la prensa. Un sucio y asqueroso criminal. Y en parte me siento muy mal. Yo soy la única que sé que él no tuvo la culpa. Bueno… Un poco sí, pero no merecía ir a la cárcel. Quizás si hablara con él y le pidiera disculpas… Pero a ver, ¿estoy tonta? Por dios, le condené, mentí y, encima, quedé libre ¿Cómo narices va a querer hablar conmigo? Noto su mirada en el cuello clavándose como espadas. Mierda. Con disimulo intento vislumbrar la cicatriz. La última vez que la vi, el suelo estaba lleno de sangre y de cristales.
También de policías y de gritos que, cada vez que recuerdo, hacen que me duela la cabeza. En momentos como este, pienso, ¿cómo pude aceptar jugar a verdad o reto? ¿Cuándo le propuse beber como unos descosidos? ¿Por qué saqueamos la tienda? ¿Yo me animé a acompañarle? ¿Cómo se me ocurrió sacar las pistolas? ¿Con qué valentía disparé al cristal? ¿Cómo le hice la cicatriz? Preguntas y más preguntas sin respuesta. Preguntas que ya había olvidado por completo y que él me ha hecho recordar. Preguntas que,
ojalá, no tuviera que plantearme, pero es lo que hay. Lo hecho, hecho está ¿no?
De pronto se mueve. Sí, sí, que se baje… Pero no cruza las puertas que se acaban de abrir. Se sienta a mi lado. Nuestros brazos se rozan y un escalofrío me recorre todo el cuerpo. Tengo un sentimiento en el pecho que duele, un nudo en la garganta que me ahoga y, sobre todo, un cerebro que trabaja más rápido de lo normal. Las imágenes del robo suceden como si fueran perfiles de Tinder. Una detrás de otra, sin parar. Le observo, de nuevo, con detenimiento. Tiene unas ojeras muy marcadas y está más pálido de lo que recordaba. Se le marcan todas y cada una de las venas y los huesos parecen querer salirse de su cuerpo. Tiene la mirada hundida y el blanco de los ojos se ha vuelto completamente amarillo. Da mucho
miedo. La cicatriz parece un poco infectada y descuidada. Enrojezco. Todo ha sido por mi culpa. La cárcel le ha hecho eso. Él ha pagado lo que yo tenía que haber cumplido. Pero ahora no puedo pedirle disculpas. No serviría de nada. Carraspeo para intentar aliviar el nudo en la garganta y él se gira para observarme. Estará haciendo el mismo repaso que le he hecho yo. Bajo la cabeza y me crujo los nudillos nerviosa. La cicatriz me atormenta la mente de nuevo. Si no la tuviera, probablemente, no estaría tan segura de que es él. Si es que esto sólo me podía pasar a mí… Las ancianas se bajan cuchicheando otra vez mientras le miran. Esto me está matando.
Me coloco las gafas, me aliso la falda y enciendo el móvil. No, nada me distrae. De pronto, su mirada asesina se clava en mi mejilla. Duele, como una puñalada. Bajo la cabeza y oigo que masculla algo. Me giro e intento mirarle a los ojos. Almendrados, pequeños. Tal y como los recordaba. Abre la boca y susurra.
—La policía te busca.
Me quedo en silencio. Eso no me lo esperaba. Miro hacia abajo avergonzada. No sé qué decir. Sé que fui yo. Que tengo la culpa. Que si es verdad que me buscan, lo hacen con razón. Pero… No puedo responder. Ni decir que sí. Ni decir que no. No puedo. Me mira enfadado.
—¡Por dios, Elena! ¿No vas a decir nada? ¿En serio?
—Yo…
No estoy bien. Necesito ayuda. No sé qué hago aquí. No sé qué día es. No sé por qué estoy llorando. No sé por qué tengo sangre por todo el cuerpo. No entiendo nada. Sólo sé que tengo que correr. Alguien me persigue. No sé por qué.
El sonido de las sirenas se cuela por todos los pasillos del bloque de pisos. Aquel bloque de la esquina que solía estar en paz, en tranquilidad, ha entrado en caos. Todo el mundo ha salido de sus respectivos apartamentos y está muy alarmado. ¿El motivo? Sólo los policías han conseguido llegar a él. En una casa… En una habitación… Un cuerpo yace sin vida. El de un hombre de unos veinticinco años. Con los brazos llenos de tatuajes y un pequeño aro en la nariz. El suelo está embadurnado de sangre. Brillante y limpia sangre escarlata, que mancha los zapatos de la gente que se arremolina alrededor del muerto. Pero lo más espectacular no es el puñal que tiene clavado en el corazón ni la enorme cicatriz que le cruza la mano. No. Lo más espectacular es el pequeño trozo de papel que hay sobre la víctima. Aún, teñido de rojo, se puede seguir leyendo una impecable caligrafía escrita en pluma negra:
Tenías razón. Quizás la mala sí que era yo.