Las luces parpadean en una larga calle de Madrid. Ella camina. Paso tras paso. Muy lentamente. Cada segundo se da la vuelta. Nerviosa. Intenta vislumbrar algo en aquella oscuridad. No lo consigue. Continúa caminando. Va encorvada y cabizbaja. Su cuerpo tiembla ferozmente. Las estrellas ayudan a iluminar la calle. Sin embargo, ella sigue intranquila. Escucha ruidos extraños. Oye voces susurrando a su alrededor. Se gira… pero no hay nadie. Sigue andando. Sin rumbo fijo. De repente, siente un golpe en el hombro. Sin tiempo para reaccionar… todo se vuelve oscuro.
Observé aquel edificio de colores ¿Por qué diablos Johnny había escogido aquel lugar para dar el golpe? Bueno, iba a ser rápido. Solo tenía que ceñirme al plan. Pasear por allí, comprarme la nueva colonia y coger un libro fingiendo que era para el cumpleaños de una amiga. Sabíamos que la policía me seguía pero había que hacerlo hoy. Fue fácil convencer a Johnny para que, esta vez, fuera él quien actuara. Entré por las puertas de cristal y me dirigí a la perfumería. Estaba lleno de gente, nadie se fijaba en mí. Perfecto. La dependienta actuaba de manera sospechosa pero su cara no aparecía en ninguna de las fotos que me había enseñado la policía. No era uno de ellos. Encontró la colonia en pocos minutos y me la entregó en una pequeña bolsita. Me deslizaba como una serpiente entre la gente. No tardé en llegar a la librería. Odiaba los libros pero fingí rebuscar como una lectora interesada. Terminé cogiendo uno al azar. En cuanto llegara a casa se lo regalaría a Johnny. Escuché una voz en mi oído: “Perdone señorita, ¿Sabe dónde está la zona de tecnología?” No podía fiarme de nadie. Tenía que evitar que me reconocieran. Salí corriendo. Corrí con todas mis fuerzas alejándome de la gente. Llegué a los ascensores. Empecé a improvisar. Subiría a la planta de arriba. Pulsé frenéticamente el botón. Cuando se abrieron las puertas entré tan decidida que apenas me di cuenta de que había más personas en aquella máquina de metal. Alguien me tocó el hombro. Era Johnny. Mi leal cómplice, mi hermano mayor. Sonreía mientras me enseñaba disimuladamente un fajo de billetes. Yo no sonreí. De repente los vi, me miraban. Eran el inspector de policía y su compañero. ¿Qué hacían ellos allí? Ese no era el plan, si intentaban atrapar a Johnny en el ascensor yo no podría escapar. Se descubriría mi traición. Les observé con precaución. Parecían no haberse dado cuenta de la presencia de Johnny. Solo me estaban siguiendo. Me miraron con confianza, no como se mira a una ladrona, sino como se mira a una ciudadana arrepentida dispuesta a colaborar. Estábamos todos hacinados en aquel minúsculo espacio. Golpeé ligeramente a mi hermano intentando que le vieran. Johnny me miró con enfado. Le ignoré. El ascensor traqueteaba. Me moví un poco para que los dos policías pudieran identificarle. Sus miradas se cruzaron un instante pero no se reconocieron. Qué torpes. Johnny se movió nervioso, quería acercarse a la puerta para salir el primero. Los policías empezaron a gesticular. Por fin parecían haberse dado cuenta de que aquel escurridizo ladrón al que llevaban años intentando atrapar estaba a pocos centímetros de ellos. Me enseñaron unas esposas. Asentí. El ascensor se detuvo. El inspector se preparó. Las puertas de metal se empezaron a abrir y grité: “¡Corre Johnny! Le cogí el brazo y salimos pitando del centro comercial. ¡Ja! Estaban locos si pensaban que iba a entregar a mi única familia.
El monótono sonido del silencio acechaba por las calles alrededor de la torre de Londres. Los alcohólicos yacían dormidos en los pubs y las luces de los locales parpadeaban. Era medianoche. De repente una figura llamó la atención en el paisaje. No debía medir más de 1’10. La seguían otras tres. Dos muy altas llevando en brazos a un bebé. La familia Buenazo. Pero no os dejéis engañar pues eran todo menos buenos. Algo brillaba entre sus manos. Llevaban joyas pero no unas joyas cualquiera sino… ¡las joyas de La Corona! Se miraron y con un movimiento, tan sigilosamente como aparecieron, se marcharon.
Candela miraba a todos lados; sin saber cómo, estaba en clase y todos sus compañeros se reían de ella. De repente, su profesor se convertía en un asqueroso monstruo que lanzaba fuegos artificiales por la boca provocando grandes incendios alrededor de ella, pero el fuego no llegaba a rozarla. Al mirar hacia abajo, gelatinosos bichos que derramaban sangre al andar subían por su cuerpo creándole profundos agujeros. Cuando se iban, su piel volvía a la normalidad, pero eso sí, dejando sobre ella un rastro rojo. “Ojalá nunca hubiera abierto esa puerta”. Hablaba de la puerta de aquella estancia oscura que había contemplado tantas veces con ojos tentadores en aquel parque de atracciones, la puerta de ese pasaje al que su hermano le había desafiado a entrar; ahora ya no quedaba rastro ni de él ni del guía. Sus pies no la dejaban retroceder, solo andar y andar; pero aquello no tenía fin. De repente, sonó algo parecido a una sirena. Su padre y dos policías venían a buscarla, mas la niña estaba paralizada, con una cara aterradora. En lugar de su fina sonrisa había ahora una mueca de terror, por ella asomaban grandes colmillos. Sus redondos ojos se habían convertido en otros muy diferentes: rasgados y verdes. Fue un error abrir esa puerta. Desde ese día, Candela María Olivares no volvió a ser la misma.